jueves, 28 de junio de 2012
lunes, 25 de junio de 2012
Os recuerdo, para aquel a quien pueda interesar, que en la cafetería La Crémme se puede obtener el libro con una selección de los mejores relatos del primer concurso de ralato corto. En el aparece mi relato "El café de los Campos Eliseos". Además, tendréis el placer de conocer a Conchi, una excelente persona. Bye.
jueves, 21 de junio de 2012
Hoy comienzo este blog con la finalidad de dar a conocer una de mis grandes pasiones: la literatura, en este caso en el modo de relato corto. Desde aquí os iré informando de mis publicaciones e iré colgando algunos de mis relatos para aquel que los quiera leer.
De momento os dejo lo último que he publicado con M.A.R. Editor, un relato simpaticón ambientado en la ciudad que nunca duerme, Nueva York, recogido en esta antología junto a otros grandísimos autores.
Espero que lo disfrutéis. Un saludo a todos.-
De momento os dejo lo último que he publicado con M.A.R. Editor, un relato simpaticón ambientado en la ciudad que nunca duerme, Nueva York, recogido en esta antología junto a otros grandísimos autores.
Espero que lo disfrutéis. Un saludo a todos.-
LA ESTRATEGIA RUSA
Casi siempre los escritores rusos
me confunden. Y Chejov no iba a ser una excepción. Su personal e inexplicable
sentido del humor nunca consiguió calar ni las más mínima célula de mi
epidermis, ni conseguir que alguno de mis músculos faciales se viera
sorprendido por una súbita reacción que los curvara en forma de sonrisa. Por
más que lo intentara, la literatura rusa se me enroscaba al cuello como una
pitón asfixiándome con su prosa espesa como el engrudo, con tediosas
descripciones que se extendían hasta el fin de los tiempos, cargándome los
párpados con el peso de mil planetas y sufriendo la presión de sus respectivas
atmósferas. Tolstoi, Dostoievski, Chejov, Pushkin, Gogol… En la pequeña
antología que el sopor hacía oscilar en mis manos se arrastraban lentamente sus
historias en forma de relatos breves, resbalando pesadamente sus letras por el
blanco de las hojas como si de miel se tratase. A pesar de poseer cierto nivel
cultural, la literatura nunca había sido lo mío y, todavía menos la extranjera.
Ya me costaba entender a compatriotas como Poe o Bierce, con la brillantez que
se les suponía, incluso a los británicos Le Fanu o Polidori, con sus historias
de vampiros, como para entender el gélido humor ruso.
Dejé el libro sobre el banco y
contemplé los verdes jardines que rodean el lago de Central Park. El sol del mediodía
refulgía en las gotas que los barcos de modelismo hacían saltar en los bruscos
giros a los que eran sometidos por la voluntad de algún niño caprichoso,
dejando estelas doradas que se desvanecían, efímeras, a los pocos segundos. La
temperatura de ese Junio era excelente y la sensación de calor en mi rostro
combinada con el eco lejano de las risas de los niños, hacía que deseara cerrar
los ojos y respirar profundamente el olor a hierba recién cortada que flotaba
en el ambiente, impregnándolo todo del verde frescor de la clorofila. Me sentí
bien.
Tanto que solo el insistente
pitido de la alarma de mi reloj fue capaz de rescatarme de mi modorra y
recordarme por qué estaba allí.
Las agujas de mi reloj pugnaban y
se sobreponían entre ellas para indicarme que eran las doce y que debía girar
mi cabeza hacia el coqueto caminillo de losetas que desembocaba hasta el paseo
principal, donde yo me hallaba sentado. En menos de un minuto aparecería la
causa de que veinte dólares en forma de antología de las letras rusas yacieran
boca abajo sobre el banco donde estaba sentado.
Y con puntualidad británica
apareció.
Tenía veinte años, veintidós como
mucho, no más. El pelo dorado como el sol, cortado a melena a la altura del
cuello blanco y fino, ojos azules como el océano, piernas largas y esbeltas,
falda corta y escote largo, labios gruesos y carnosos, dientes como perlas y la
inocencia de quien posee la belleza de una diosa sin saberlo.
Como todos los días, bajó el
caminillo hasta pasar por delante de mí y sentarse dos bancos más allá, frente
al lago. Con un gesto de alivio soltó su pesada mochila sobre el banco y
disfrutó unos segundos de su reciente liberación. Enseguida se giró y extrajo
un viejo volumen, que por su aspecto debía haber pertenecido a su familia
durante generaciones, y tras consultar el índice lo abrió y comenzó a leer,
ajena a todo lo que ocurría a su alrededor.
Mientras ella movía los labios en
silencio acompañando cada una de las palabras de su Antología del relato ruso, yo me deslicé como una sombra hasta
situarme a dos pasos detrás de ella. En mi mente había ensayado la situación un
millón de veces. Acercarme, decir algo ingenioso sobre el libro que siempre
leía, entablar conversación y luego Dios diría. Parecía tan fácil cuando lo
intentaba en mi habitación… Noté cómo el sudor se apoderaba de mis axilas y mi
corazón se aceleraba. También podía dar media vuelta y volver patéticamente
hacía mi casa, pisoteando sobre el fracaso que me acompañaría durante todo el
camino de regreso y parte de lo que quedaba de mes. ¡Pero qué demonios! El sol
brillaba, los niños reían, hacía un día estupendo, ella estaba preciosa y yo
tenía menos acné que la semana pasada. Los astros estaban alineados. Era ahora
o nunca.
Me planté frente a ella con una
sonrisa bobalicona intentando articular alguna palabra coherente pero, no fui
capaz de hablar. Ella, que se había percatado de mi presencia por que mi sombra
se interponía entre el sol y su lectura, levantó la vista y me examinó. Cuando
reparó en el libro que apenas sostenía en la mano sonrió y me preguntó:
-¡Vaya! ¿Te gustan los autores
rusos?
Tragué saliva e intenté recobrar
el dominio de mí mismo para intentar decir algo ingenioso como lo que había
previsto en mis ensayos domésticos, pero todo intento de decir algo inteligible
suponía tal esfuerzo que, desarmado ante esa diosa que esperaba una respuesta y
agotado por la presión del ridículo que me aguardaba, solo pude decir la
verdad:
-Son una mierda.
Ella se echó a reír durante un
buen rato y yo la imité. Noté cómo mis músculos se relajaban y una agradable
sensación invadía todo mi cuerpo. Cuando ella retiró su mochila y golpeó el
banco con la mano para que me sentara comprendí que todo iba bien.
-Me llamo Natalie. ¿Y tú?
-Daniel.
-Vivo a dos manzanas de aquí,
Daniel. ¿Me acompañas?
Dios bendiga a Rusia, reconocí.
FIN
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